La importancia de complicarse


La gente se conforma con amor fácil, de ese que sólo entiende de exteriores, de apariencias y belleza.
Del que regala joyas en San Valentín y sale a cenar fuera en los aniversarios.
Del que no recuerda lo importante.
Es amor fácil, porque lo complicado es saber que tu comida favorita es el revuelto de setas o que dices que no tomas azúcar, pero le echas tres cucharadas al Colacao; es hacer un día especial de uno normal sólo porque sí; ver una papelera y regalársela un momento cualquiera, porque sabes que le hace falta.
El amor difícil va de aprenderse los lunares de la espalda y de saber que tiene cosquillas en las rodillas. Es tan sencillo como descubrir cosas nuevas después de años de conocerse; es amar los defectos también; discutir en los días malos y reírse de ello en los buenos.
El amor... ¿difícil? No es poseer, sino querer ver volar lejos al otro, acompañándose sin ataduras. Poder volver a casa con los pies sucios, el pelo revuelto y mil historias que compartir. Es hacerse crecer el uno al otro, poder hablar como contigo mismo.
El que te enseña un poco de lo que ya sabías, vivir, extrañar, reír, caerte y besar con desesperación. 
Pero eso no es difícil, no tiene que serlo, porque esas cosas suceden sin que te des cuenta, como el paisaje que pasa rápido por la ventanilla del coche mientras pisas el acelerador.
O, más bien, como dejarse caer por una cascada sobre una balsa hinchable, confías en que habrá agua abajo y en que la caída será divertida. Es adrenalina, diversión... y un poco de miedo, sí, también.
A veces es bueno arriesgarse un poco porque, aunque temas la caída, desde abajo ya no asusta tanto.
Coges tu balsa, subes de nuevo. Y a disfrutar del paisaje. 

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